Trabajo desde hace años en la Unesco y otros organismos internacionales, pese a lo cual
conservo algún sentido del humor y especialmente una notable capacidad de abstracción, es
decir que si no me gusta un tipo lo borro del mapa con sólo decidirlo, y mientras él habla y
habla yo me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy escuchando. De la misma manera si me gusta una chica puedo abstraerle la ropa apenas entra en mi campo visual, y mientras
me habla de lo fría que está la mañana yo me paso largos minutos admirándole el ombliguito.
A veces es casi malsana esta facilidad que tengo.
El lunes pasado fueron las orejas. A la hora de entrada era extraordinario el número de orejas
que se desplazaban en la galería de entrada. En mi oficina encontré seis orejas; en la cantina,
a mediodía, había más de quinientas, simétricamente ordenadas en dobles filas. Era divertido
ver de cuando en cuando dos orejas que remontaban, salían de la fila y se alejaban. Parecían
alas.
El martes elegí algo que creía menos frecuente: los relojes de pulsera. Me engañé, porque a
la hora del almuerzo pude ver cerca de doscientos que sobrevolaban las mesas con un
movimiento hacia atrás y adelante, que recordaba particularmente la acción de diseccionar
un biftec. El miércoles preferí (con cierto embarazo) algo más fundamental, y elegí los
botones. ¡Oh espectáculo! El aire de la galería lleno de cardúmenes de ojos opacos que se
desplazaban horizontalmente, mientras a los lados de cada pequeño batallón horizontal se
balanceaban pendularmente dos, tres o cuatro botones. En el ascensor la saturación era
indescriptible: centenares de botones inmóviles, o moviéndose apenas, en un asombroso
cubo cristalográfico. Recuerdo especialmente una ventana (era por la tarde) contra el cielo
azul. Ocho botones rojos dibujaban una delicada vertical, y aquí y allá se movían suavemente
unos pequeños discos nacarados y secretos. Esa mujer debía ser tan hermosa.
El miércoles era de ceniza, día en que los procesos digestivos me parecieron ilustración
adecuada a la circunstancia, por lo cual a las nueve y media fui mohíno espectador de la
llegada de centenares de bolsas llenas de una papilla grisácea, resultante de la mezcla de
corn-flakes, café con leche y medialunas. En la cantina vi cómo una naranja se dividía en
prolijos gajos, que en un momento dado perdían su forma y bajaban uno tras otro hasta
formar a cierta altura un depósito blanquecino. En ese estado la naranja recorrió el pasillo,
bajó cuatro pisos y, luego de entrar en una oficina, fue a inmovilizarse en un punto situado
entre los dos brazos de un sillón. Algo más lejos se veían en análogo reposo un cuarto de
litro de té cargado. Como curioso paréntesis (mi facultad de abstracción suele ejercerse
arbitrariamente) podía ver además una bocanada de humo que se entubaba verticalmente,
se dividía en dos translúcidas vejigas, subía otra vez por el tubo y luego de una graciosa
voluta se dispersaba en barrocos resultados. Más tarde (yo estaba en otra oficina) encontré
un pretexto para volver a visitar la naranja, el té y el humo. Pero el humo había desaparecido,
y en vez de la naranja y el té había dos desagradables tubos retorcidos. Hasta la abstracción
tiene su lado penoso; saludé a los tubos y me volví a mi despacho. Mi secretaria lloraba,
leyendo el decreto por el cual me dejaban cesante. Para consolarme decidí abstraer sus
lágrimas, y por un rato me deleité con esas diminutas fuentes cristalinas que nacían en el aire
y se aplastaban en los biblioratos, el secante y el boletín oficial. La vida está llena de
hermosuras así.
Julio Cortázar, Historia de cronopios y de famas
Sem comentários:
Enviar um comentário